A esa hora en que el cielo arde,
y las luces de la ciudad despiertan como luciérnagas temblorosas,
el mar se arrima a la orilla con una calma antigua,
como si viniera a buscar algo que ha perdido.
Las olas —cansadas, suaves—
acarician la arena sin promesas,
y el horizonte, encendido de nostalgia,
parece guardar un secreto que nadie se atreve a nombrar.
La línea de farolas dibuja una costura de luz
entre lo que fuimos y lo que ya no seremos.
Y mientras el sol se despide detrás de los edificios,
una brisa leve —como un suspiro—
lleva consigo el eco de todas las despedidas.

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