Reflejos de atardecer

El agua calla.

No hay viento que rompa la piel azul que la cubre.

El cielo se entrega a la noche,

dejando caer sus nubes como quien deja cartas sobre una mesa,

sin miedo a que alguien las lea.

Las ramas, oscuras, entran despacio en la escena,

sin tocar nada,

dibujando fronteras que no existen más que en el reflejo.

Todo es de arriba y de abajo a la vez.

No hay manera de saber qué mundo es el verdadero,

ni por qué importaría decidirlo.

A veces basta con quedarse mirando

hasta que el tiempo se diluye como la luz al final de la tarde.

Y en ese instante —entre cielo y agua, entre verdad y apariencia—

uno se reconoce, por fin, suspendido en su propio reflejo.

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