Él llegó a ella como por azar,
en un tropiezo en su vagabundear;
a ella le pareció un eco pasajero,
para él, el impulso de amar.
Ella siguió en aquella vorágine de su vida,
vivir sin pararse a sentir;
él halló en su risa la brisa que le faltaba,
la que le abrió las ventanas a respirar, a salir.
Mientras ella olvidaba la hora,
él guardaba en su pecho un jardín;
y esa llama que a ella no le quemaba
para él fue principio del fin.
Y aunque nunca buscó detenerla,
él vivía de aquel resplandor;
ella andaba sin darse cuenta siquiera
del milagro que fue su calor.
El tiempo borró las señales,
pero a él le quedaron de altar:
sus pupilas, dos mares frágiles,
que jamás dejó de nombrar.
Ella acaso no sepa la historia,
ni la huella que pudo dejar;
él aprendió que a veces una lágrima
se confunde con saber amar.
Y comprendió que aferrarse era en vano,
que no se retiene lo que no quiere estar;
soltó de su palma aquel lazo liviano,
y al soltarlo aprendió a respirar.
No fue derrota ni pena perpetua,
sino un río que quiso seguir
y en la corriente encontró la respuesta:
el amor también sabe partir.
Y al mirar hacia atrás, sin cadena,
vio la brisa pasar como al ir;
ya no ardía la llama en su pena,
era calma, era el modo de existir.

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