La sonrisa y el espejo

Un fragmento de un relato que espero terminar uno de estos días.

«Y de respirar y contaminarse con esos recuerdos que ya eran tóxicos, por su cabezonería de no olvidarlos, se fue tiñendo de gris su alma, poco a poco, aquella expresión de apatía invadió su rostro y, en el centro de su pecho, creció un vacío, sólido y grande que parecía ocuparlo todo.

Vivía dentro de su pozo, ese lugar que había decorado ya con recuerdos, lágrimas brillantes en cada luz y toda suerte de gozos pasados por el tamiz del lodo. Desde el fondo de ese mal llamado “hogar”, vivió hasta que, harto de todo, quiso salir con todas sus ganas. Había pasado demasiados días maldiciendo su mala suerte, mientras miraba al cielo gritando lleno de rabia, por la injusticia que sufría, por el daño que su seco corazón soportaba.

Desde el fondo de su ser, deseaba salir, pero ni se enteraba de que estaba ahí metido ni sabía salir del pozo. Se desesperaba.

Paseaba en busca de una sonrisa. Él creía que le salvaría de todo mal y que le curaría. Se enamoraba de la primera expresión bella que veía, sin entender que toda sonrisa es hermosa, porque hermosa es ella, la persona que la porta, que la disfruta y que la siente con ella.

Las vio de muchos tipos, las discretas, las tímidas, las hilarantes, las abiertas, las sinceras y hasta las heroicas. Todas eran muy bellas y caía siempre de bruces al sentirlas, al acercarse a ellas. Pero no había ninguna como la de ella, la que le robo corazón y sueños, la que le dijo que su corazón ya no era suyo, que lo había regalado a un alma más hermosa, que le contaba otros sueños y que, sin querer, la enamoraron.

Él salía,  un día tras otro salía a buscar, a encontrarse con ella, con esa sonrisa que le diera olvido, paz y alegría, en sobredosis, para calmar todo aquel gris, aquel vacío, aquella agonía.

Al pasar cerca del escaparate de aquella tienda, algo le detuvo a contemplar su imagen, la que paseaba con él por la acera. La miró con detenimiento. Era de mediana estatura, maduro ya, pero con buena figura. Había perdido grasa y flaccidez. El mal trago no le perdonaba su amargura y había consumido lo sobrante, mollas, lorzas y curvas.

De pronto reparó en su rostro, entre la bruma de su mente, entre tanto razonamiento obtuso. No había curvas en él, ni mirada ni sonrisa ni aquella alegría que, en otro tiempo, tanto llenaba de color su alma inquieta. Se dio cuenta de que ése que veía reflejado era él, el del rostro gris, el de la sonrisa oscura. No entendía cómo había llegado a tener esa tez blanca, gris y oscura, todo a la vez, sin color. Y, sobre todo se preguntaba, dónde estaría aquella pizca de locura que tanto le gustaba guardar, que le hacía sonreír al recordar momentos llenos de naturalidad y ternura.

Sonrió triste y casi le dolieron las mejillas, del tiempo que hacía que no practicaba. La falta de costumbre pensó. Casi no le salía. ¿Cuánto tiempo hacía?

Se quedó ante aquel escaparate un tiempo indeterminado, mirándose, sin poder apreciar nada más a su alrededor. Intentaba comprender y, al final, comprendió. Vaya si comprendió.

Emprendió decidido el camino hacia su casa. Tenía que probar, tenía que saber. Al llegar, se plantó ante el espejo y ensayó y ensayó. Se dio cuenta de que había olvidado sonreír. Que su rostro era serio y parecía gris. Así que entrenó y entrenó. Practicó una sonrisa franca y se entristeció al ver que no sabía, que apenas se acordaba.

Días después, seguía con la práctica hasta que no pudo más y soltó una carcajada al verse. Su cara era tan ridícula intentando la mueca, que se vio desde fuera y comprendió y rio de nuevo y lloró y se encontró. Se encontró detrás de todos aquellos paquetes inútiles que guardaba en el desván de su mente. Encontró los trozos perdidos, los labios alegres, la alegría que le quedaba en el corazón. Y le sacó brillo a su presente y salió al mundo a comerse los pasteles, a respirar los mundos que ahora sentía y a navegar las alegrías que le esperaban en aquellos días y aquellas noches que una a una vivía.

Y empezó a ver las sonrisas y a disfrutar de ellas, a reír, a no esperar nada, solo su propia sonrisa, su merecida paz y la gran alegría que quererse a si mismo.

Y un día, amaneció una curva entre el espejo y su propia sonrisa. Una curva brillante que le sonreía y le decía “¿dónde has estado?  Te quiero”.

sonrisa copia

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5 respuestas a La sonrisa y el espejo

  1. MAMEN dijo:

    Sonreír es la mejor actitud ante la vida.. Nunca hay q dejar d hacerlo incluso cuando las cosas no vayan bien 🙂 Muy buen relato.. Abraxos d luz, Jose luís..

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    • Así lo veo yo también Mamen. La cuestión es que hay ocasiones en que la vida nos ciega o que nos cegamos nosotros, más bien, con apegos y/o eso que mal llamamos amor. El amor es otra cosa, creo yo y no nos da tristeza. Nos la da nuestro ego más bien. Algo así. Abrazos de luz para ti Mamen. Gracias por leerme. 🙂

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  2. MAMEN dijo:

    No nos enseñan a quitarnos los apegos y ese es un gran error q nos hace la vida a veces desdichada.. Pero nunca es tarde para aprender.. El amor es hacer al otro feliz es incondicional, el resto no es amor.. 🙂

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  3. Alba Salas dijo:

    Me ha encantado! Hay veces que te pierdes y tienes que volver a encontrarte… Saludos!!

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