Hebras de luz se colaban a raudales por la puerta, abierta a una orgia de azabache y azul.
Una puerta que siempre quedaba abierta porque ella ni se atrevía ni quería cerrar.
La luna se adueñaba así de oscuridades y misterios, derramando sobre ellos, reflejos de plata que daban a la pasión esa exacta cantidad de luz.
Iluminaba los objetos y jugaba a perderse entre las sombras y la piel sudorosa de aquellos cuerpos estremecidos sobre sábanas de tul.
Esos que se abandonaban para fundirse el uno en el otro, en sagrada comunión de deseos y almas.
Esa era la forma en que la noche y la luna eran cómplices de la aquella entrega secreta, de los amantes en sus noches de amor, en el límite del azul.
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