Mirando las estrellas desde mi ventana, me preguntaba aquella noche, cuándo saldría la luna.
Respiraba el aire fresco de esa noche de verano y no podía imaginármela sin este olor a naturaleza, caliente e intenso, que parece reservado a olfatos atentos y dispuestos a percibir pequeñas señales.
Estaba escribiendo aquel relato y me desesperaba, intentando acabar una línea más, un nudo más, un final más. Las palabras se me agolpan sin sentido tras la puerta de la escritura, bloqueando mis dedos a la salida de mi musa frágil de aquella noche.
No me daba respiro. Cada segundo era una lucha constante. Estaba ahí omnipresente, todo el día, cada segundo, en cualquier sitio, insistente, a cada instante.
Me asomé a la ventana para relajarme contemplando el mar y, al rato, recordé el sonido de aquella guitarra que escuché al pasear días atrás por los jardines del Palacio Real de Madrid. Se abría paso entre la indiferencia de una multitud que invadía todos los rincones, en todos los idiomas, con todos los colores de piel posibles. No me paré a pensarlo mucho, solo sentí que me tenía que acercar y sentarme a escucharla para alimentar mi alma hambrienta de notas, rasgueados, frases musicales, trémolos y versos del alma del intérprete que, aparentemente, parecía un náufrago entre tanta gente indiferente a su alrededor.
Y pensé que no recordaba cuándo fue que me olvidé de disfrutar de estos pequeños placeres, o de apreciar todas las pinceladas de colores que nos da la vida en todos los rincones, o de quedarme absorto escuchando el murmullo de las olas o de una guitarra o disfrutando de una sonrisa tibia al atardecer. No sé cómo fue que olvidé que la vida está llena de esos momentos y que esos momentos están siempre llenos de pequeños detalles que nos dan la vida a nosotros, que nos alimentan de emociones.
Aquel día, me prometí no volverlo a olvidar. Me prometí no volverme a olvidar de mi.
.
Debe estar conectado para enviar un comentario.