Siempre fuiste mi espejo, quiero decir que para verme tenía que mirarte.
Julio Cortázar
La oía llorar. Lo hacía hacia adentro, pero la oía llorar. La niña que era, se sumergía en el silencio, se ahogaba, se protegía de la soledad ignorando el vacío, la profundidad, el espacio que la invadía por dentro, ocupándolo todo, vaciándola toda y de todo.
No se atrevía ni a mirarse en los cristales ni a perseguir con el rabillo del ojo su propia sombra.
¿Es que aquella noria no iba a parar nunca? Primero volar hacia las nubes, henchida de ilusión, vestida de sueños, ignorando el pasado, para siempre acabar cayendo, viendo como se hacían añicos sus caricias al viento, estallando los sueños en mil pedazos contra el suelo.
Ella sabía lo que veía, veía lo que sentía. El amor no era un secreto para ella. Sabía llegar a la profundidad de aquella mirada envuelta en reflejos de azul y púrpura, de carmín, granate y rojo. Sabía entender el amor que se ocultaba allí, sabía sentirlo como nadie, en cada detalle.
Pero había ocurrido de nuevo. Estaba allí arriba y, aunque no le gustara debía soltarse. Nunca eran solo ella y él. Siempre había alguien más y, por algún motivo, siempre parecía llegar a causarles dolor.
La terca realidad la empujaba a mirarse en el espejo, a entenderse mejor. Sabía que no podría evitar ese momento, pero lo posponía. Lo haría mañana. Y así tarde tras tarde. Mejor no se miraba. Había que preservar esa imagen del reflejo, esa que el espejo deseaba ver clara y ella ahora detestaba. No era una realidad que a ella le gustara.
«Ven», la susurraba. «Acércate a mirarte. Sabes que tarde o temprano tendrás que asomarte y ver el dolor que has causado».
Y, finalmente, iba a enfrentarse a sí misma, al espejo. Se acercaba poco a poco, mirando hacia el suelo. Luego poco a poco, levantaba la vista para ver lo que quedaba de ella. Se miraba y se contemplaba con una crudeza que solo ella comprendía. Tal cual. Hasta que la sal no la dejaba ver más.
Pero eso no era lo peor. Ese no era el peor momento. Verse y darse cuenta del rastro que había ido dejando. Sentir y ver las heridas que provocó, entender las cicatrices que, al final, se marcaban en su propia piel; aprender del dolor, de las sombras y de todas y cada una de las infinitas noches de llanto y, aún con todo eso, aceptarlo. Aceptarlo y volverse a erguir, devolviéndose el poder de vivir, de amar y no mirar atrás, de no pensar y volver a sonreír. A levantar la mirada, apuntar al horizonte y salir volando.
Todo eso no era lo peor, porque, para eso, aun debía saber qué hacer con aquel sentimiento, con aquel amor que aun la vestía completamente, por dentro.
¿Cómo rendirse cuando aun sigues amando?
Pingback: La Noche vieja … y III (Se acabó) | joseluisafan