Parece que oigo a mi padre recitar palabras parecidas a estas.
Me paré junto al arroyo a darle alimento a mi alma al arrullo del agua. Aquel agua limpia, fresca y transparente, llevaba disuelta la pureza de aquel amor valiente que vivieron río arriba.
Su alimento, la pureza de las alturas, como cuando volaban, batiendo alas, planeando, jugando con el viento. Como cuando lo contemplaban todo lejano, pequeño, allí a lo lejos.
Que distinta la sensación ahora, al volar con el vientro rompiendo la proa, al nadar contra la corriente. Caminando por terrenos pedregosos, tortuosos, a veces secos y oscuros. No sabiendo si el norte es el sur o está al frente.
Que distinto ahora cuando ese sentimiento de vacío sinfín llena sus alas rotas, se apodera de sus pasos y de su vida, día a día, arrastrando el límite más allá del horizonte de roca, más allá de cualquier desenlace, de un extraño fin que no define ni marca la hora.
Que distinta la fuente que ya no mana eterna, que dejó de alimentar vuelos e ilusiones, utopías y canciones.
Me paré junto al arroyo a relajar mi alma al arrullo del agua y esta vez inicié un viaje que me lleva lejos, muy lejos y que – qué paradoja – me aleja muy cerca de mi.
Hace mucho que todo aquello pasó. Hace mucho que el dolor terminó. Ya terminó. No hay malos ni buenos aquí. Nadie es mejor ni peor que tú o que yo.

Imagen del amanecer sobre Vilanoa i la Geltrú. Autor José Luis Francisco
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