A aquel niño que aun vive en mi, que miraba curioso el mundo que se abría a sus ojos. Ese niño que no sabía de miedos y rebuscaba en todo lo que le rodeaba, para entender, para sentir, para ver qué pasaba si ponía el mundo del revés.

Para aquel niño que fui y que es, que corría sosteniendo el hilo de la cometa, mientras la llenaba de aire y de emociones, y luego la veía desaparecer por encima de sus sueños.

A ese niño que reía, que era feliz con pocas cosas, con las pequeñas, como debe ser.

Que no aspiraba a conquistar el mundo, sino más bien a conquistar su mundo, para compartirlo después.

A aquel niño que amaba por amar, por enriquecer su vida, por coleccionar sonrisas, caricias o el universo en una mirada. La mirada de aquella niña que, de lejos, le observaba.

Aquel niño que fui y que es, porque aun vive en mi.

Aquel niño que perdí y que reencontré un día, llamándome para que saltara sobre las olas con él, para reírnos juntos, para ser felices solo con eso. Aun no sé cómo te pude perder.

Con aquel niño que fui y con el que paseé haciendo equilibrios en la línea del horizonte. Aquel con el que jugué al borde del mar, removiendo las manos en el agua para ver el milagro de la luz fosforescente de la vida del plancton entre los dedos.

Aquel niño que era capaz de ver el universo en cada capa de vida, en cada detalle, en cada sombra misteriosa, en cada luz portentosa. Para el que cualquier pequeño detalle era grande, enorme y para el que, su descubrimiento, lo suponía todo y era para todos. «¡Mira!» Exclamaba. «¡Mira lo que he descubierto!»

Para aquel niño que sabía vivir cada momento, olvidando el antes y el después.

Para aquel niño que fui y que es, porque aun vive en mi y aun es mi amigo, tanto tiempo después.

Nota. Gracias Carolina por la fotografía.